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12 Compases

Santos Inocentes
lunes, 14 de abril de 2008

No recuerdo cual fue mi primer amanecer. Quizás porque no está asociado con ningún acontecimiento importante de mi vida. Pero sí recuerdo cuando fue la primera vez que me planteé esta cuestión, y fue contemplando un amanecer.

Tendría yo ocho o diez años, e iba con mis padres y mi hermano en el coche, camino de San Sebastián, a pasar unos días a la casa de mi abuela paterna (cuando ella aun vivía en el País Vasco). Como mucha gente, para evitar pillar atascos, salimos de madrugada, y en alguna parte del camino vi amanecer. El sol era una bola naranja sin destello alguno que lenta, pero constante, se abría camino por entre las montañas. La contemplé emerger de las profundidades de la tierra: humilde, recién nacida, aun fresca, con todo el día por delante. Y pensé: “no recuerdo cual fue mi primer amanecer”.

Supongo que yo, por aquel entonces, aun creía en los momentos trascendentales del ser humano: el primer amanecer, la primera puesta de sol, la primera chica (sí, siempre fui un poco precoz, aunque luego no me comiera una rosca). Si bien no lo recordaba, sabía que aquella no podía ser la primera vez que veía amanecer –aunque sí la primera en que era consciente de ese hecho concreto-, por tanto decidí considerar dicho amanecer como el primero de mi vida.

Ahora veo amanecer casi cada día, por unas u otras razones, y ni me lo planteo, ni lo contemplo, ni me paro a pensar en aquella primera vez, cuando aun creía en los momentos trascendentales del ser humano, cuando la ingenuidad me hacía hermoso, cuando todavía era uno de los santos inocentes.

Lo malo de la inocencia, es que no dura mucho tiempo, y tarde o temprano todos somos culpables de algo, como mínimo de ahogarla en cientos de banalidades.

Hoy volveré a ver amanecer, dentro de no mucho, y no lo contemplaré. No veré esa bola naranja desprenderse de su velo de tinieblas para escapar de la maraña de rascacielos que han sustituido a las montañas, porque no quiero que aquel niño que ahogó con sus propias manos su inocencia, aquel niño de las preguntas certeras, los acertijos, y los momentos trascendentales, aquel que siempre tenía la respuesta adecuada en el instante oportuno, se le ocurra la feliz idea de preguntarse si este podría ser el último.

¿Y por qué habría de hacerme esa pregunta? Porque pensando en que no recuerdo mi primer amanecer, se me vino a la cabeza Diego. Ese niño de mi edad que vino tantos años conmigo a la escuela. Éramos casi vecinos, primo de una amiga mía –que por circunstancias de la vida resultó ser prima segunda de un primo mío–. Ese muchacho que siempre anduvo metido en líos, que no llegó a importarle nunca a nadie, que acabó en el pozo de los desesperados y de los yonkis. Salió adelante como pudo, pasó más tiempo en las calles que en su propia casa, tuvo que huir de la ciudad para que no le partieran el cráneo, y luego regresó con intención de arreglar su vida. Ese chico que ya de niño tenía mirada de hombre, que ahogó su inocencia en alcohol y otros demonios, quizás cansado de buscarle sentido a la vida, para años después encontrárselo y salir del pozo. Ese chaval que recuperó el color en sus mejillas y engordó un par de kilos, que trabajaba en un restaurante, y salía con una chica, y ésta a su vez tenía una niña pequeña. Ese hombre que parecía haber encontrado su porvenir, y en su mirada –antaño perdida–, se reflejaba el orgullo de haberse hecho a sí mismo.

Me pregunto si él se planteó que ese iba a ser su último amanecer, antes de ahorcarse en el portal del piso de mis padres, la semana pasada.

¿Quién sabe? Tal vez no he dejado de creer en los momentos trascendentales, después de todo. Quizás simplemente trato de mantenerlos vírgenes. No quiero que los viole y maltrate la despiadada realidad que nos rodea, que se sienta junto a nosotros en el metro, que nos espera dos puestos por detrás en la cola del cine o del supermercado, que nos escruta cuando nos sentamos en un banco del parque, que nos olisquea siguiendo nuestro rastro, o lee el periódico por encima de nuestros hombros. La jodida realidad que silba a nuestro lado cuando la cuerda se tensa, y caemos a plomo con todo el peso de nuestro cuerpo.

Porque en algún recóndito lugar de nuestra alma angustiada, aun respira una pizca de inocencia. Porque en algún recóndito lugar de nuestra alma cansada, aun somos santos inocentes.

Etiquetas:

posted by Blue Devil's @ 6:15,




5 Comments:

At 19 de abril de 2008, 13:57, Blogger Raphaël de Valentin said...

Regreso para leerte de nuevo, amigo Blue, y me sobrecoge enormemente tu entrada.

Sí, resulta fundamental plantarle cara a la realidad, la que sepulta nuestros sueños, la que castiga a nuestra alma aún inocente, la que cercena nuestros sentimientos más puros, a veces irreconocibles.

Tenemos que volver a apreciar los amaneceres, y muchas cosas más.

Creo que no será la última vez que lea esta entrada.

Un abrazo.

 
At 19 de abril de 2008, 23:18, Blogger Corpi said...

Por desgracia tu amigo sólo vio el último atardecer, el que le llevó a su desesperado final, como el sol que día a día se hunde para morir en la noche. Yo todos los días veo amanecer, pero prefiero los atardeceres, sobre todo cuando sopla el viento del poniente y provoca un incendio desbocado en la superficie de las nubes. Un atardecer rojo como el de tu amigo.
Un saludo.

 
At 24 de abril de 2008, 22:26, Blogger Ordago said...

Al leer tu post me he preguntado, cual fue la vez en que yo me pregunte ¿Cual fue mi primer amanecer?... Y ¿Sabes?... No lo recuerdo. Sin embargo, he visto amanecer infinitas veces... Y cada vez lo considero un momento único, irrepetible... Escribiré sobre ello.

 
At 5 de mayo de 2008, 21:15, Blogger Blanquita de los Bosques said...

Espero que todo vaya bien nene. Un beso

 
At 23 de mayo de 2008, 19:36, Blogger Corpi said...

Eeeeeeeeeeeeeehhhhhhhhhhhhhhhhhh!!!!!
¿Hay alguien ahí?

 

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